Caracas, 21 de enero de 2021.- La crisis no es poca cosa, nos hunde y destruye de forma brutal las instituciones que alguna vez sirvieron de referencia para quienes quedamos en Venezuela.
Ya no se trata de un asunto de fuerza, porque está absolutamente demostrado que el poder real del Estado se ha venido diluyendo en manos de grupos y organizaciones que ejercen su voluntad y que han impuesto nuevas normas que transformaron de raíz el sistema político; tampoco es un asunto que deba resolverse en el plano internacional con la llegada de una especie de salvadores que vengan a poner orden y control con un manto protector sobre nuestras tierras, porque sencillamente, la pandemia del COVID trastoco severamente las agendas de las naciones y está obligando a los gobiernos a ocuparse de los daños y demandas que este momento genera sobre sus instituciones.
Ya no queda más remedio que volver la mirada a lo que tenemos, a sentir con dolor lo que estamos padeciendo, a encontrarnos con la triste realidad del destrozo que nos ha dejado tantos años de polarización y de lucha encarnecida por el poder, bien para obtenerlo, bien para mantenerlo.
Aquí no ha sido nada fácil llegar, remontarse sobre el escombro y poder visualizar el horizonte es un asunto que requiere de una enorme voluntad para desligarse de los dogmas, de las frases cortas pero alucinantes que solo nutren la esperanza incierta, más difícil cuando ha sido necesario autorretratarse para saber en que estado y aspecto nos encontramos luego tanto andar, luego de ver las huellas de las luchas justas y otras tantas innecesarias.
Lo cierto es que estamos en un punto donde la falla política es mucho más profunda que las limitaciones al ejercicio de los derechos y la oportunidad de contarse o de liquidar al otro, ya no se trata solo del cambio de modelo, sino de la propia existencia de la política como ejercicio con un mínimo de representatividad.
Hoy la elite política (partidos y organizaciones de ambos lados, revolucionarios y los democráticos) estamos padeciendo un aislamiento profundo, no solo porque estamos lejos del ciudadano y de sus problemas en una especie de desconexión de la realidad, sino porque destruimos toda posibilidad de dialogo en la diferencia entre nosotros mismos. Hoy no es posible ni siquiera vernos para declararnos la guerra, porque es considerado un pecado y una traición, cuando la verdad es que la política sin dialéctica no existe.
La gran falla política que hoy padecemos es que hemos venido atacando de manera consciente e inconsciente el propio sistema que nos define y nos hace existir, es que en medio de la pugna destruimos los espacios más básicos para desplegar la voluntad de cada actor político y en ello, hemos atentado contra nosotros mismos creyendo en muchas oportunidades que el simple hecho de vencer al otro, de perseguirlo o apresarlo, de denunciarlo o limitarlo, es un objetivo en sí mismo.
Hay que recuperar la capacidad de hacer política, de generar la lucha y presentar las diferencias que permitan construir salidas, tenemos la enorme responsabilidad de generar una solución política a la crisis (al menos todavía somos los llamado a buscarla), pero debemos asumir ese reto lejos de la ficción y la fantasía, sin imposiciones sobre quiénes son los actores, es un momento realmente serio donde hablar de negociación no puede ser un plan de ganar tiempo o de mostrarse como el más magnánimo, es momento de pensar que todo lo que hagamos de aquí en adelante será la posibilidad de crear una transición hacia un país medianamente “normal” o remarcar la ruta hacia la extinción de todo un sistema político, incluyendo los actores, partidos y líderes que hoy lo representamos.