Paola Bautista de Alemán: Lo que esconden los susurros


Caracas, 08 de mayo de 2023.- Hace unos días, salí a comer con unos amigos. Fuimos a un lugar discreto. El motivo: una amiga regresó al país después de estar casi diez años viviendo afuera. Vino de vacaciones con su familia. Fue un reencuentro entrañable. Una década después, los afectos continúan intactos. El tiempo pasa y no pasa a la vez. Pero este artículo no es sobre eso. Este artículo es sobre otra cosa. Mientras comíamos, entre risas y echadera de broma, alguien dijo: “Por favor, habla más alto. No se te escucha”. Y mi amigo, que también es político, respondió: “Me estoy dando cuenta que cuando estoy en lugares así hablo en este tono de voz… no sé si me están grabando”.

Inmediatamente, recordé otra anécdota. Me fui a Rostock, el pueblito alemán en dónde me doctoré. Rostock fue parte de la RDA y aún hoy, décadas después de la caída del Muro de Berlín, permanecen rastros del mundo soviético. En Rostock, todos susurran. Recuerdo que, cuando llegamos a la ciudad, nos llamó la atención el especial silencio que había en los lugares públicos y la incomodidad que generaba nuestro tono de voz caribeño. Un día, le pregunté a mi tutor por qué pasaba eso. Y el profesor Werz, un alemán acucioso de mirada fina, me dijo: “Durante muchos años no se pudo hablar en voz alta porque había miedo. La Stasi tenía unas redes de espionaje muy eficientes y la gente vivía atemorizada. Cuando una sociedad se acostumbra a hablar bajito, cuesta mucho que aprendan a levantar la voz otra vez. El silencio se vuelve cultura”.

Mi amigo susurra. Y, después de su comentario, me di cuenta que yo también. Ese susurro esconde una realidad que cuesta aceptar: el miedo. De eso se trata este artículo: del miedo que está en nuestra sociedad y que poco a poco va moldeando nuestros modos de ser. Este tema me interpela. Voy y vengo a él con frecuencia. No en pocas ocasiones, he tenido y he percibido el miedo. Me he detenido a pensar cómo afecta a las personas, especialmente a quienes hacemos vida en comunidades políticas, y quiero compartir algunas ideas. Como siempre, están abiertas al tiempo.

Me pregunto tres cosas: ¿Cuál es la raíz del miedo?, ¿cómo obstaculiza el trabajo político? y, de ser posible, ¿cómo podemos gestionarlo?

Lo que está a la vista no necesita anteojos. En nuestro país, la raíz del miedo es la dictadura. En la Venezuela de hoy, el miedo es un estado real y latente. Los que nos dedicamos a la política tenemos miedo a la represión, a la tortura, a la persecución, al exilio. En lo personal, lo que más temo es no avanzar hacia la democracia a pesar de todos los esfuerzos. Y los que se mantienen en lo privado, también lo sufren: miedo al hambre, a que los hijos se vayan, a no tener futuro. El miedo instalado oscurece el alma. Nos quita libertad. Estrecha el corazón y nos pone en modo: “Sálvese quién pueda”. Además, cuando estamos en permanente estado de alerta nos podemos enfermar. Quizás por eso en nuestro país campean la depresión y la ansiedad.

Veamos ahora las consecuencias de la realidad descrita: ¿Cómo afecta el miedo al trabajo político?, ¿cómo afecta a nuestra vida cotidiana? Una persona con miedo tiende a la entropía. Cuando predomina el terror, se extiende la desconfianza. Y, en ese contexto, se hace difícil la construcción de proyectos comunes. Surge entonces una paradoja: Cuando más necesitamos unirnos para trabajar en favor de lo común, tenemos menos herramientas para hacerlo. Una persona asustada es irascible, le cuesta comprender al otro y puede llegar a ser agresiva. Por tal motivo, creo que el miedo es uno de los principales obstáculos para el trabajo cooperativo. También hay otro asunto: el miedo puede llegar a nublar o a torcer la conciencia. Hannah Arendt escribió sobre esto en “Eichmann en Jerusalén”. Ese es el estadio que más me preocupa: el miedo que nos lleva a contravenir nuestro propio mundo interior o a crear uno a la medida de la injusticia que deberíamos combatir.

Ahora, ¿cómo podemos gestionarlo? No hay respuesta sencilla y corresponde a cada quién hacer un examen personalísimo sobre la materia. A mí me han servido dos cosas: aprender a ponderarlo y tener visión sobrenatural. A veces, envueltos en una maraña de incertidumbre, podemos magnificar o minimizar los riesgos. El temor nos puede hacer imprudentes. Nos cuesta valorar con justicia la realidad y tomar buenas decisiones. La línea entre la temeridad y la cobardía se hace delgada. Y es difícil apostar al bien. Por eso es importante formar nuestro intelecto y nuestras emociones para derrotar la incertidumbre, y responder con generosidad los clamores de nuestra conciencia. No es tarea fácil y es un ejercicio agotador. Pero vale la pena intentarlo.

Y la última clave es la visión sobrenatural. Soy una mujer de fe. Allí me refugio cuando me tropiezo con realidades humanas que son inexplicables. He aprendido a ofrecérselas a Dios y le pido ayuda para aceptarlas, mientras ponemos medios humanos para aliviarlas o superarlas. El hambre, duele. Los niños sin escuela, duelen. Los que huyen por el Darién, duelen. Los exiliados, duelen. Y los que secuestran, torturan y asesinan… también duelen. Esta disposición vital me reta cada día. Supone doblegarme y abrirme con esperanza al porvenir. Me obligo a ver con optimismo el futuro que estamos construyendo. Un mañana en donde hemos superado los susurros y levantamos nuestra voz con seguridad. Así, acepto que hay cosas que no tienen explicación y confío en que Dios nos abrirá caminos. Porque, el mal, como advirtió San Juan Pablo II, es un misterio que hay que vivir con la mirada puesta en el Cielo.

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